jueves, 6 de octubre de 2011

a seis de octubre

escribo desde un pequeño estudio en el centro de una minúscula ciudad del norte de Francia.
Desde que estoy aquí leo todas las noches un capítulo de Rayuela, ese libro que siempre he tenido tan presente, ese libro que un amigo me dedicó una fría noche de noviembre en un pequeño banco de una céntrica plaza de Zaragoza.
Leo la dedicatoria cada noche antes de abrir el siguiente capítulo, y me doy cuenta de que él intentó parafrasear o reinventar el cuento de la continuidad de los parques haciéndolo dedicatoria, que él quiso salirse (sacarnos) de esa fría noche zaragozana para vernos desde fuera allí sentados, parar el tiempo como un péndulo colgante, recordarnos allí pasando frío con sendas bufandas, boinas y abrigos de lana, observarnos como si fuésemos un narrador omnisciente que está escondido en una esquina de la página una noche fría muchos años después.

Desde que estoy aquí he pensado que nunca me he sentido tan como en casa en un lugar que no fuese mi casa, que coloco las naranjas en mi frutero en una posición remarcable para que las visitas puedan ver todo ordenado, que compré un ambientador y unas velas azules a juego con las toallas y con las paredes, porque aquí, en mi casa, todo es azul y blanco y todo lleva ese tipo de monotonía y rutina agradable en la que yo me siento tan cómoda, precisamente por el hecho de que es muy fácil romperla y disfrutar ese espacio intermedio.

A seis de octubre y a solo semana y media larga de llegar aquí me doy cuenta de que no tuve período de adaptación, porque me adapté desde el primer momento, porque es como si siempre hubiese vivido aquí. Leo a Julio, su modo de hablar de París, de la Maga, de los puentes, las cafeterías, los pequeños detalles y manías, leo una y otra vez el pasaje en el que se tira a recoger el azucarillo al suelo, imagino el dulce cubito de azúcar deshaciéndose en su mano a causa del calor, recuerdo mis manías, mis impulsos a hacer una u otra cosa precisamente por pequeños detalles como los que llevan a Julio (perdón, a Horacio Oliveira) a tirarse a por el azucarillo esquivando pies y piernas de damas suntuosas que cenan en restaurantes caros de París.

Mañana tomaré un tren allí porque está cerca, porque no se acaba nunca. Ahora de nuevo me acostaré, leeré la dedicatoria y comenzaré un nuevo capítulo de Rayuela que me dirá el número de días que hace que atravesé la última frontera para salir de mi casa hacia un nuevo hogar.

1 comentario:

Clementine dijo...

Me han dado ganas de mudarme a tu casa. Rayuela es mi libro favorito, nunca me cansaré de leerlo.
Empapate de instantes y vivencias en ese lugar.
:)